sábado, 19 de enero de 2008

¿VALE LA PENA VIVIR?


VALE LA PENA VIVIR?
(UN ASUNTO DE ETICA)




Puede un ser humano contestar con certeza este interrogante? ¿Es posible decidir por otros si vale la pena vivir? ¿Tiene alguien la certeza del verdadero valor de la vida? ¿Es valiosa la vida en sí misma? ¿Qué hace que una vida sea valiosa en el conjunto de vidas? ¿Para los millones de miserables del mundo, vale la pena vivir?.

Podríamos continuar con una interminable lista de incógnitas y estaríamos en el mismo punto de partida. Para algunos la vida es un don valioso, sin importar sus condiciones y circunstancias, para otros la vida es una carga obligada que el destino o las circunstancias han impuesto. ¿Es ético el suicidio cuando no se comparte un don..? Goethe, en su Werther, nos ofrece una visión: “¡Levantar el telón y pasar atrás! ¡Eso es todo! ¿Y por qué la vacilación y el retardo? ¿Porque no se sabe qué aspecto tendrá lo de atrás? ¿Y porque no se vuelve atrás? También, porque lo típico de nuestro espíritu es presentir confusión y tiniebla donde no sabemos nada determinado”.

Si, y en medio de toda esta confusión y tiniebla hemos levantado pretextos para justificar el más fortuito de los hechos: la vida. Hemos levantado altares para convencernos de una importancia que en realidad no existe. Nuestra vida es tan significativa como la de cualquier lagartija o serpiente que habita el planeta. Nada nos hace más especiales que las especies consideradas menores. Una hormiga es, en el contexto universal, la suma de la creación, el reflejo de los más caros instintos de la naturaleza y el cosmos. El ser humano es una especie degradada que ha convertido su existencia en una experiencia dolorosa y amarga. El hombre es el fin de la civilización, el germen de una especie que tiende hacia sí mismo y a los valores eternos del medio ambiente.

Cuando la vida carece de razón, cuando no se encuentran razones para continuar existiendo, cuando se ha perdido la fe en nuestra razón de ser, es “ético” continuar viviendo...?

El universo que debemos afrontar los colombianos es poco alentador. Vivimos el asedio de una sociedad asfixiante y desbordante donde junto a la opulencia convive la miseria y la opresión social. Para cientos de compatriotas la vida es una dura y pesada, quizá siniestra, confabulación de un orden superior. ¿Qué obliga a mantener la vida en situaciones de desventaja y dolor? Para Peter Singer, autor de los libros “Ética para vivir mejor”, “Ética práctica” y “Democracia y desobediencia”, la clave está en asumir compromisos con principios elevados y sustanciales. Comprometerse con una causa y luchar por ella. Recomienda, por ejemplo, crear clubes de defensa de animales o apoyar campañas nobles y desinteresadas.

Singer considera que los principios religiosos impiden que el hombre disfrute de su existencia por cuanto lo alejan de la vida misma. Propone acercarnos a nuevos ideales “aquí y en este momento” y no esperar recompensas celestes o divinas que nadie nos puede garantizar (salvo la fe). Estos conceptos o ideas religiosas provocan un alejamiento de la vida, una falta de compromiso con nuestros días por cuanto se crean mundos artificiales en un más allá: “Se encuentra en las ideas religiosas tradicionales que prometen una recompensa, o amenazan con un castigo, en función de la buena o la mala conducta, aunque sitúan esta recompensa o castigo en otro mundo, consiguiendo así que sea ajena a la vida en éste”. Desde esta perspectiva la vida pierde sentido, se convierte en una estancia pasajera y provisional que nos prepara para nuevas experiencias en otras dimensiones. No en vano Marx argumentaba que la Religión es el opio del pueblo. Una droga que alucina los espíritus y las conciencias alejándolas de su real significado y dimensión.

En consecuencia se hace necesario vivir el ahora. Adquirir conciencia de que existimos y adoptar unas posiciones criticas ante la vida, ¡¡nuestra única vida!!. “Una vida ética es aquella en la que nos identificamos con objetivos más amplios, dotándola así de sentido”. Las masas sociales no tienen una conciencia critica de su existencia, amontonan días en el simple transcurrir de su vida; son ajenas al principio rector del pensamiento humano. Sus intereses son netamente materiales, ajenos a toda noción de solidaridad o fraternidad. A los sumo se ejerce una religiosidad simple que se contempla en las escenas dominicales de cualquier parroquia, no tiene elementos espirituales o éticos que hagan de sí un ser interesante. De ahí el fracaso colectivo por cuanto se pretende medir el progreso mediante parámetros netamente mercantilistas y utilitarios. Las masas viven su trágica soledad en su afán diario por sobrevivir, son lejanas a cualquier intento de ética vivencial, salvo la de la rapiña y el usufructo personal: “si seguimos concibiendo nuestros intereses en términos materiales, el impacto colectivo que cada uno de nosotros provoca al preocuparse por sus intereses individuales garantizará el fracaso de todos los intentos por hacer progresar dichos intereses”.

Puede decirse que todos tenemos un precio, que nos vendemos al mejor postor. Singer es muy demostrativo en sus intenciones cuando menciona el valor de los hombres en la escenificación de la senadora Carolyn Walker: “Me gusta la buena vida, y estoy intentando situarme para poder llevar una buena vida y tener más dinero”, lo anterior lo decía “mientras extendía la mano para aceptar un soborno de 25.000 dólares”. Otro ejemplo podemos encontrarlo en la actuación de un maestro de escuela que prefirió conservar su trabajo, traicionando a sus antiguos compañeros, al anteponer sus intereses personales y familiares al interés colectivo y social. Se puede ganar al interés pirrico de desdibujar una imagen. Nos faltan principios existenciales, convicciones en que asirnos para no sucumbir ante las tentaciones del poder y de la gloria, el dinero parece ser la única fuente de felicidad, la tranquilidad de un empleo es más prometedor que la conciencia de sí mismo. Nos desdibujamos continuamente y parece que perdimos el rumbo de nuestra propia alma: “La codicia en la cumbre es una faceta de una sociedad que parece estar perdiendo toda noción de que existe un bien común”; el solo hecho de pensar en la solidaridad despierta sospechas o risas entre quienes la usufructúan o la padecen. El imán de la brújula se alineó con el polo opuesto; tener o no ser se convirtió en el lema de las nuevas generaciones de colombianos que contemplan impávidos como a medida que ascienden en la escala social aumentan sus desdichas y su inconformismo consigo mismos. Esa lucha interna que termina en panópticos, bares y hospitales. Hombres que todo lo tienen pero que nunca se conquistaron a sí mismos. Sin principios y sin convicciones el hombre es una bestia que se devora a sí mismo, que consume sus entrañas en una carnicería sangrienta y sin final.

En la Antigua Grecia Sócrates fue condenado a muerte por considerárselo un peligro para la juventud ateniense, según Peter Singer “los griegos todavía no habían tomado conciencia de las posibilidades de la libertad y la autoconciencia”. Plantea Hegel que “Sócrates fue la figura clave a la hora de que los atenienses se cuestionasen lo que hasta ese momento daban por sentado. Por ello, los conservadores tenían razón al calificarlo de elemento subversivo y peligroso”. En suma, Sócrates representa “el espíritu subversivo del pensamiento auto consciente que no puede sino destruir una sociedad basada en la costumbre...”. Cuando el ser humano se concientiza de su existencia adquiere una fisonomía claramente reconocible: se hace visible para el mundo y es capaz de afrontar situaciones de apremio y dolor. La cosificación del hombre es palpable en su percepción social: todo lo diferente le huele a peligroso. Durante décadas la humanidad se dedicó a perseguir todo aquello que escapaba a su entendimiento: homosexuales, intelectuales, astrónomos, librepensadores y “brujas”. El orden era necesario conservarlo a como de lugar. De ahí que Sócrates es más relevante que Jesucristo por cuanto autoconcientiza a su sociedad de la importancia del individuo. No es la colectividad en sí la que cuenta, es la suma de individualidades que conforman esa sociedad lo destacable de una colectividad. Cabe preguntarnos si somos una sociedad que admite las manifestaciones de individualidad, o si por el contrario una sociedad carente de tolerancia donde al primer brote de diferencia elevamos nuestro índice para censurar una conducta o pensamiento.

La concientización es un proceso de inmensas repercusiones morales; un ser consciente de sí es inconforme con su realidad y como tal pretende introducir nuevos elementos de pensamiento en su sociedad. Eleva su voz para dejar constancia de su existencia y recorre por si mismo los caminos que la sociedad tienen señalados para otros. En su proceso de descosificación encuentra que él es su propio enemigo, que debe sepultar parte importante de sí para reconocerse como individuo con principios e ideales. Ser auto consciente implica reconocer la verdad del otro pues sabe, como lo promulga Jorge Blaschke, “que los crímenes más horribles de la humanidad se han cometido cuando alguien ha creído encontrar la verdad”.

Una sociedad que no permite la expresión de los individuos está condenada al fracaso en todos los ámbitos de su existencia, en lo económico posará de liberal, pero en el fondo será la liberalización del animal que llevamos por dentro, de ahí que no es raro que “junto a reportajes sobre hambrunas en África o sobre la destrucción de los bosques tropicales, y sin manifestar el menor indicio de ser conscientes de incongruencia alguna, satinadas revistas en color incluyen anuncios en que se ofrecen coches nuevos, ropas de alta costura, mobiliario y cruceros oceánicos”. En lo cultural se vivirá los rigores de una imposición decadente que impedirá el progreso de los individuos en aras de un bienestar colectivo; la masificación hace del hombre un ser neutral, que, salvo raras excepciones, podrá manifestarse en su plenitud. La sociedad hace de freno ante todo brote de inconformismo en su santuario de discriminación e intolerancia. La política se reducirá al simple arte de mandar unos sobre otros en el sencillo ánimo de preservar el orden, se acuñan frases como “Libertad y Orden” para especificar el tipo de individuo que la sociedad necesita. Un ciudadano reprimido y resignado, que acepta sin vacilar lo establecido por el régimen, que no titubea en considerar como malo todo aquello que perturbe la tranquilidad ciudadana. Lo existencial será siempre una sensación de puntos suspensivos... una prolongada e infinita espera que nunca tendrá fin.

Herber Spencer considera que “la lucha por la supervivencia es la principal causa del progreso social”. Una lucha que se traduce en la muerte súbita de la individualidad. Shakespeare lo entendió como el eterno dilema del individuo: “Ser o no ser...”. No acabamos de salir de nuestra cuna y aún nos ruborizamos cuando a nuestra mente llega un rayo de luz y entendemos que somos simios: “El hombre no viene del simio: el hombre es un simio”. Y como lo demuestra Linneo “un simio al que todavía no se le han bajado los humos”.

Vale la pena vivir? ¿Es nuestra sociedad la expresión de la civilización? ¿Para los miserables no sería mas digno su muerte? Cuando el hombre se descubra a sí mismo, cuando baje de sus falsos altares a los decadentes dioses que rigen su destino, elevará sus plegarias a su propio corazón, confesará sus penas a su propia sombra y rogará por sí mismo al amparo de su soledad.

Por toda respuesta apelamos a la mente de Kierkegaard: “Si el hombre careciera de conciencia eterna, si en el fondo no hubiese más que una fuerza salvaje y desbordante que produce todas las cosas, grandes y pequeñas, en la tormenta de pasiones oscuras, si el vacío sin fondo que nada puede colmar subyaciera a todas las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?”




EL PROBLEMA DE LOS CRISTIANOS



EL PROBLEMA DE LOS CRISTIANOS






Es que no son cristianos. Son pasivos. Dicen: “No debo preocuparme por nada, pues una jirafa no puede convertirse en tortuga”. Olvidan que una bacteria se transformó en humano. Los cristianos asumen ante la vida la posición más cómoda: orar sin denunciar. A lo sumo adoptan la caridad como su estilo de vida.

Ante las injusticias se limitan a ser contemplativos, huyen de la política asumiendo que ésta es cuestión del demonio. Ante un niño desnutrido le recitan los versos del Eclesiastés o las palabras desfiguradas de Jesucristo. Viven su vida con la paciencia franciscana, que no de San francisco de Asís, mientras a su alrededor el mundo se cae a pedazos. Los cristianos ignoran maquinalmente el verdadero compromiso cristiano.

Quién no ha visto a un cristiano orando por las más grandes nimiedades: un carro nuevo, una casa cómoda o una finca con abundantes árboles frutales. Para eso oran y se estremecen. No actúan para cambiar el mundo, simplemente imploran para construir su reino en éste mundo. Hacen del capitalismo su gran templo y de la adoración su pretexto para acceder a todos los beneficios posibles. Nada les importa que junto a ellos los niños mueren por falta de un pan o de una simple oportunidad para acceder a los beneficios más simples que a todos el cielo nos ha dispensado por igual.

Oran y oran como loros pretendiendo con ello acercarse a su Dios; cambian simples ritos y palabras por un nuevo evangelio de suciedad. Dicen: No ores así, hazlo con tus propias palabras, creyendo con ello que las puertas del cielo se abrirán de par en par al sonso y bullicioso repicar de sus palabras fatuas. Repiten hasta el cansancio la parábola de la semilla de mostaza o de los lirios del campo o de los pájaros silvestres que no se preocupan por el pan que comen o por el vestido que ajan. Como si con ello el pan bajara del cielo. Dicen: No juzguéis y no seréis juzgado –sentencia que no pudo ser pronunciada por su Líder, pues, según los Evangelios, El fustigó con su palabra y sus actos-.

A quién se le puede ocurrir que en el capitalismo tal filosofía pueda funcionar. Solo a ellos, a los cristianos que en su angustia existencial pretenden creer que toda pobreza es producto de la falta de fe. Olvidan ellos que los mejores banqueros portan la Mitra cristiana y que las usureras ganancias de sus arcas son el producto de la soez explotación a la viuda, al huérfano y al desamparado. Olvidan la existencia del banco Ambrosiano o de la utilitaria maquinación de las Cajas de Ahorro que gritan a los cuatro vientos que en un simple trimestre obtuvieron las lucrativas y lacerosas ganancias de más de doscientos ochenta y tres mil millones de pesos. Ese dinero fue amasado en el sudor ajeno: de la madre de familia que vendió su sangre para llevar algo de pan a sus hijos o de la insoportable y vergonzante humillación del hombre que no tuvo otra alternativa que venderse al peor postor para recibir a cambio una cuenta de cobro mensual que alimenta las fauces de ese demonio sangriento e insaciable que es el capitalismo.

¿Acaso dan algo más que simples oraciones? Sí, la ropa vieja e inservible que se amontonaba en sus guardarropas o los zapatos de taco desgastado que perdió su brillo en las atónitas carreras por adquirir los nuevos productos en lo almacenes capitalistas de su roída ciudad. También cantan, con los ojos cerrados, con las manos señalando el cielo de su propia desolación. Pero nada más. Todo lo dejan a su profeta, a su torpe manera de ver como un hecho ajeno a sí las injusticias sociales que matan diariamente a miles de niños y dejan sin vivienda a cientos de hogares.

Son los cristianos los profanadores de su propia fe. Olvidan que su Mesías no fue insensible, que se enfrentó valerosamente a las castas políticas y sacerdotales, que elevaba su voz para protestar por los horrores de la existencia humana. Qué dignas lecciones de humanismo y de humanidad pretenden ignorar cuando en su simple ignorancia procuran hacernos creer que su Dios y su Carne fue un simple milagrero que anunciaba reinos que no eran de este mundo. Y se agrupan en Madres de Caridad, en Señores de los Pies Descalzos, en la Congregación de la Santísima Dolorosa o en la insulsa careta del Señor Nazareno que invoca y evoca todos los martirios que Dios u Hombre alguno puedan recibir.

Y se visten de túnicas y se rodean de corifeos eunucos que lo único que saben y pueden es impetrar sahumerios a sus incontables dioses. No entienden que justamente aquello es todo lo que despreció su Señor. Quién más que El para odiar y despreciar a esta casta de oradores que se lucran del dolor ajeno a cambio de unas cuantas monedas que se ajaran en la tierra y se apolillarán en el Cielo. Mira sus excesos el cristiano y se aparta horrorizado en busca de nuevos anuncios de nuevos tiempos y nuevos hombres.

¿Es acaso cristiana nuestra sociedad? Basta con contemplar los miles de indigentes que pululan en cada una de nuestras calles, los harapientos desplazados que inundan nuestros ojos con su visión de ultratumba o los indefensos e inocentes niñitos que duermen en cajas de cartón, lo mismo que las miles de niñitas rameras para entender que ésta sociedad de cristianos es la más horrenda creación de Satanás. Pasan junto a ellos olvidando que cada uno es la expresión de Cristo en la Tierra, la arcilla viva con la que su Dios edificó el paraíso antes de la caída de Adán. Pero, ante su presencia, su única respuesta es su mirada compasiva o, a lo sumo, una moneda humillante que ofrecerá con desdén y complacencia.

Olvidan los cristianos que la mejor caridad es la Justicia Social. Aquella que nos vuelve dignos, que nos devuelve la condición de hermanos o de hijos de Dios. Acostumbran los cristianos reunir a los pobres para hacer notable su compasión. Entregan todo aquello que les sobra por cuanto han sido incapaces de renegar de sus riquezas. Y leen los Salmos y se enorgullecen de saber de memoria los pasajes bíblicos, recitan que es imposible que un rico entre al reino de los cielos pero imploran con todo su corazón a su Dios para ser el próximo bendecido con las riquezas terrenales. He escuchado a algunos jactarse de sus posesiones como una bendición de su Dios mientras en sus empresas niegan un sueldo digno al profesional honrado que no tiene otra cosa que ofrecer a sus hijos que la miseria de salario que obtienen de su trabajo honesto. Y son cristianos que roban al cristiano, que murmuran contra el pecador pero que enajenan para si las posesiones y el trabajo de su hermano en la fe.

El problema de los cristianos es que no son cristianos. No tienen compromisos sociales, han hecho de su religión un medio para esconder sus temores. Cuando nazca el verdadero cristiano habrá muerto el cristianismo. Ese ropaje extraño que cubre la verdadera esencia de su Palabra.

He padecido a cristianos que viendo al niño con hambre le construyen grutas con Vírgenes de piedra y madera; que derrochan a manos llenas el dinero que pudo significar una pequeña casa o un aposento escolar digno y decoroso. Y los he visto construir altares con el dinero del pobre, obtenido con las manos arrugadas de una pobre lavandera que no entiende por qué su hijo tiene hambre. Y los he oído replicando a su Dios ante el incesante repicar de unas campanas que los convoca simplemente para recordarles que su Dios murió en una Cruz por todos los pobres y menesterosos del mundo. Y hacen de su mismo Dios un monigote del cual se puede obtener grandes ganancias… Los usureros banqueros tañen las sonajas para hacer de la pobreza su ganancia celestial.

Esta sociedad no puede ser cristiana. No es cristiana. Ni lo podrá ser jamás. Los millones de pobres que el sistema capitalista concibe son la más clara expresión de inequidad social. Una inequidad tolerada y fomentada por gobernantes cristianos que se arropan en la doctrina cristiana simple y llanamente para medrar a sus anchas en el sentido anticristiano de la vida. Corderos con piel de oveja que usufructúan todas las riquezas terrenales mientras los niños mueren en las calles latinoamericanas, asiáticas o africanas con sus costillas cosidas a su piel por la miserable ausencia de un bocado con qué saciar su infinita hambre. Simples datos estadísticos de piel lacerada y manos callosas.

Y el cristiano calla. Y sencillamente ora al tiempo que vende su conciencia para que los mismos verdugos continúen azotando la Tierra. Y se venden barato. Por simples baratijas terrenales. Su voz no es la de su conciencia sino la de la multinacional de turno que castra y mutila para saciar su instinto capitalista. Calla el cristiano por pudor cuando observa todas las injusticias sociales y cree con ello acallar las voces de todos los muertos que su complicidad ha matado. No es asesino, pero arma al asesino para que cometa sus crímenes. No es verdugo, pero entrega a los suyos para que el hacha fratricida cercene toda posibilidad de protesta.

Y los he visto odiar a los desheredados. A todos aquellos que ante la insensibilidad del sistema económico no han tenido otra alternativa que tomar un arma para saciar su bienaventurada sed. Como aquel niñito campesino que ante su milenaria hambre muere abandonado por las balas fratricidas de los otros cristianos, de sus hermanos que todo le negaron y le ofrecieron solamente la bienaventuranza de un reino en el cielo y la pobreza en la Tierra.

O la niñita ramera que vendía su cuerpo a los miles de cristianos en su animo infantil de espantar su hambre. O el niño violado por los truhanes de Cristo que al tiempo que pregonaban las bondades de su Dios crucificaban en su carne la inocencia de su alma. O la viuda seducida por los Pastores de Cristo que entregaba sus bienes para salvar su alma.

No hay un solo cristiano en la Tierra. Solo Cristo y la miseria de los pobres.

peobando@gmail.com

OBRA CUENTISTICA DE PABLO EMILIO OBANDO



¡¡¡POLVO ERES Y NO ANIMAL¡¡¡
(INVENTARIO)



Los animales viven y mueren encerrados en estrechas jaulas sobre el montón de sus propios excrementos y sin ver la luz del sol”
Fernando Vallejo – La puta de Babilonia

Por lo menos eso pensó hasta ese día; pero ya es historia. Lo mismo que su manía de masticar y tragar carne: de conejos, gallinas, corderos, vacas, peces, faisanes, pavos y todo cuanto se moviera sobre la tierra. Desde pequeño había sido así y en su subconsciente no yacía ese terrible hedor de digerir y defecar carne. Recordó, en este listado interminable de crímenes, a su mascota dorada, el pequeño Job que entendía cada una de sus ordenes, que corría cuando sus pasos llevados por el viento tocaban el umbral de la puerta de su casa, ahí lo esperaba, sacudiendo sus orejas, moviendo su cola diminuta como queriendo decir “¡que gusto de verte!, hermano mío”; durante dos años fueron inseparables, amigos, carne de su carne, cómplices de aventuras y de todas las sonrisas que se le pueda arrancar al Amor.

-“Lo mataron enterrándole un clavo en su cabeza, así, mientras el movía sus paticas como implorando perdón... “.

Con estas palabras cerró el ciclo de su niñez; y lo más terrible era que él lo había masticado una y otra vez hasta que su sabor se diluyó silencioso entre su garganta y su vientre; lo había despedazado con su cubierto y estirado con sus manos... desgarrado con sus dientes y sepultado en sus intestinos que luego lo convertirían en excremento, en mierda, en materia fecal que no abraza ni respira ni mucho menos quiere como su conejo dorado.

-“después lo metieron en agua hirviendo y lo pelaron, su barriga parecía un globo de chocolate y sus dientes blancos se pintaron de su roja sangre... sus ojos se inyectaron de una sustancia extraña parecida a la muerte. Si lo hubieras visto no hubieras creído que ese conejo era tu pequeño Job...”.
Así, María, la empleada domestica, le relató la muerte, la expiración de Job, y su posterior digerimiento por toda la familia, además, le dijo: -“me dio mucha pena imaginar que tú y Job ya no jugarían nunca más por la casa, te juro que tú mamá me obligó a tenerle duro la cabeza mientras enterraba, lento al principio, y de un golpe después el clavo en su cráneo...”.

Nunca más comió carne animal. Mucho menos cuando se enteró de la crueldad con que se mata a algunos animales. A las focas se les asesta garrotazos mortales en su cráneo sin importar que junto a ellas se encuentren sus pequeñas crías que muchas veces parecen llorar junto al cuerpo adormecido de su madre... criaturas inocentes que se abrazan en un adiós lastimero y definitivo a la carne exánime de quien minutos antes fue su mundo entero.
La mayoría de las ocasiones estos crímenes se cometen simplemente para preservar el atún y el pescado que se encuentra en las orillas, razón por la cual dejan abandonada la foca muerta, pudriéndose a la intemperie mientras a su lado permanece, pensativa, desorientada y triste, la pequeña cría que no acepta que su madre ha muerto. Y sucumbe junto a ella, llorando, desgraciada , triste a pesar de que sus congéneres le llevan misericordiosamente alimento y abrigo. Solo estrecha el cuerpo de su madre y lanza gemidos al viento gélido del polo, implorando la muerte.

O la crueldad cometida con los corderos en los países escandinavos donde primero los cuelgan cabeza abajo y con un cuchillo al rojo vivo les sacan sus ojos en la creencia generalizada que eso les traerá prosperidad; durante horas se desangran en una agonía espantosa, dolorosa, desgarradora y cruel ante la mirada impasible de los aldeanos que elevan plegarias a sus dioses. Nada tan atroz como estas muertes que nadie censura por la sencilla razón que se cometen en animales indefensos sin derechos ni alma. Son simples animales que fueron hechos para gloria del hombre y para su total servidumbre según el dictamen del Dios bíblico que así lo ordenó.

o las pobres gallinas que hacinadas deben hincharse como un globo para su sacrificio. A los pocos días de encubadas les cortan el pico para que olviden su instinto de revolver la tierra en busca de bichos y así, despicotadas y desorientadas, son infladas con hormonas en líquidos fétidos que son su único alimento en los escasos días que tienen la oportunidad de ver la luz del sol. Son sacrificadas con maña y artificio para que su sangre corra lenta sobre los canales de aluminio y plomo que estrechan su cárcel. Tiene que ser así, doloroso y cruel, para que su carne no se corrompa rápido y no se deshinche hasta el cuarto o quinto día. Nada importa que este proceso se realice en el vientre del humano traga pollos que es cómplice de su muerte y de tanta y dolorosa bestialidad.

A otros conejos, como Job, también los matan lentamente en los laboratorios de cosméticos y maquillajes femeninos. Les cortan sus párpados, les cercenas sus extremidades, les castran su genitales para que las hormonas no incidan en los resultados industriales. A los pobres los obligan a servir gratuitamente para las grandes multinacionales. Mueren chillando de dolor y angustia, que es lo único que pueden hacer en sus cárceles de lujo; sus párpados son cortados para probar los polvos y las mil chapucerías que se echan nuestras mujeres: con su mirada fija y perdida en el espacio finito de su único mundo son obligados a verificar en su animalidad las características químicas y la fluidez de un olor. Sus ojos, los de miles y cientos de conejos, son destruidos hasta encontrar la formula perfecta. Pero nada pueden hacer sin párpados e inmovilizados con grandes tenazas que les impiden tan solo brincar. Mueren con los ojos reventados, abandonados a su suerte y sin una sola muestra de conmiseración. Lo importante es la ganancia usurera y la vanidad egoísta de tantas cristianas que ignoran que para lucir ese color en sus ojos y ese olor en su piel fueron necesarias tantas muertes y tantos desgarradores dolores de seres inocentes y de alma limpia y pura.

Qué decir, para terminar este inventario, nacido del recuerdo del pequeño Job, de los cientos de babillas sacrificadas estúpidamente para comercializar su piel; no deben morir hasta después de quitarles enteramente su piel para conservar la humedad y la maleabilidad necesarias. Anestesiadas sienten completamente su descamación; su sistema nervioso registra todo el dolor y padece toda la angustia de una forma impotente. Muere horas después, sin piel, achicharrada e inmóvil mientras los depredadores picotean o arrancan trozos de su carne. Y así muere mientras su piel es comercializada en lujosos almacenes convertida en ostentosas prendas o lucida en las pasarelas de elegantes ciudades europeas o norteamericanas... inocentes criaturas que aportan su dolor a la economía mundial.

Pero antes de cerrar inventario es justo recordar los cientos, miles, millones de animales sacrificados estúpidamente por esa caterva de seres llamados cristianos. Desde el Antiguo testamento se vanaglorian de sus crímenes; corderos, palomas, pichones, bueyes, cerdos, vacas... degollados y torturados. Alimento de un Dios perverso que solo se sacia con el olor de la carne; con el fluido de sangre e intestinos que corre inocente de la víctima de turno. Seres come-carne por la simple convicción de ser los elegidos de su Dios, los enseñoreadores de la naturaleza y los dueños de sus vidas y destinos. Ninguna muerte les sacia; su Dios reclama vidas de animales, de corderos degollados y de pichones masacrados en su simple y estulto animo de ser y sentirse El Todopoderoso.
El mítico Jesús se vanagloria de los cerdos que arroja por un abismo; Moisés, Abraham, Isaac, Jacob de los corderos degollados y achicharrados. Ninguna palabra es a su favor, son animales y como tal sin alma ni lugar en el reino de su Dios. Hay que comérselos en pedacitos, en trozos, en bisteks y en parrilladas. Luego, defecarlos sin remordimiento alguno. Son animales, nada más que animales.

En Latinoamérica, se enteró Juan -casi que con escepticismo-, existen carros de tracción animal. Famélicos caballos que deben soportar sobre su triste animalidad pesadas cargas que son superiores a sus fuerzas. Sus amos golpean su lomo y sus patas una y otra vez hasta desangrar al pobre animal. No lo creyó hasta que miró una fotografía de un caballito despanzado y con sus intestinos desparramados sobre el lodo; murió sin haber conocido o sentido la gracia de la vida. Simple animal sin derechos que nadie lamentaría o lloraría. Sus vísceras terminarían colgadas de una fama o tercena para gloria de los cristianos masca carne que no respetan el olor de la carne fétida o el lamento de la vida que exhala en cada animalito asesinado y maltratado.
Y Job fue uno más, así lo recordaba en el rostro sereno de su madre que jamás dio muestras de arrepentimiento o dolor. Era un simple animal y como tal destinado a ser asesinado, digerido y defecado para gloria del Señor. El Buen Job, el amigo de rabo pelado, el que movía sus orejas cuando escuchaba su canción preferida no tenía alma, no era hijo de Dios; dictamen verificado en las escrituras sagradas pues en ningún capitulo o versículo el Dios Omnipresente lo había sentenciado. Son animales, simples animales a pesar de su sistema nervioso que les hace sentir el mismo miedo nuestro, las mismas angustias y las mismas sensaciones de hambre o de frío. Sistema nervioso de segunda que los obliga a padecer por los siglos de los siglos el señalamiento de brutos y de bestias.

Acaso el delfín piensa cuando salva a un naufrago...? No; es simple instinto. El mismo que habita cada bruto cuando mueve su cola, bate sus alas o ilumina sus ojos ante la presencia de un ser para ellos querido o amado. Pero que no se diga tal, es simple instinto, en su sistema nervioso o en su cerebro no existe la capacidad de amar u odiar. Son animales.... simples animales con un sistema nervioso deteriorado que es preferible masticar y defecar.

- ... Pero amito Juan, no se sienta triste... Aquí tiene la patica de Job para la buena suerte.

La misma que él no tuvo para terminar de simple cena en un día cualquiera, cuando a su madre le dio por creer que a los conejos se los cría para comérselos, para decorar la mesa una vez estén gordos y cebados.

Sangre fría la de ella para destrozarle su cráneo atravesándolo con un clavo mientras María, cerrando sus ojos, únicamente atinaba a pensar en la tristeza de su niño Juan. Pero ella no era la patrona y tenía que obedecer. A pesar que su sistema nervioso era idéntico al de su patrona. Se sabía algo superior a Job; pero nada más.
Lo sintió calientico entre sus manos, escurridizo, tembloroso. Pero nada podía hacer, ni siquiera cuando se hizo caca en su delantal. Lo único que se le ocurrió fue echarse entre sus bolsillos la patica desmembrada de Job, manchada de sangre, untada de mierda, expeliendo miedo por todos sus poros.



Cerró su álbum. Job ya no estaba; únicamente los mil y un recuerdos que lo atenazaban cada noche de su vida. Sintió miedo, el mismo que debió sentir Job o, por lo menos el que imaginó ese día. En la pared de su cuarto, algo sucia y enmohecida, colgaba ese ultimo pensamiento de su conejo Dorado; al mismo que despedazo, desgarró, trituró, masticó, vomitó y digirió.
Se preguntó quien llora por las vacas o por los caballitos que yacen exhaustos tras los esfuerzos sobrehumanos por sostener la pesada carga que hunde sus lomos y hace vacilar sus patas de simple bestia.
O quién se compadece de los gallos descrestados tras las sangrientas luchas atizadas por el rey de la creación; encerrados durante horas en cubículos impenetrables para la misma luz solar; atontados con golpes continuos y enloquecedores que sirven de preámbulo para su baño de sangre. Simples animales que cumplen el ritual de la muerte por cuanto el hombre así lo ha dictaminado. Su sistema nervioso, destrozado y humillado únicamente persigue la muerte como signo de su misma incertidumbre.

Qué de los toros ofendidos con la capa y la espada; con las cabriolas de un demente-héroe vitoreado para gloria de los hombres. Yace exánime con los pulmones destrozados y con sus lomos ofendidos en cada caricia; ahogado en su propio fluido sanguíneo; consciente de su derrota e imposibilitado para la guerra. Pero muere aclamado por cuanto su lucha por la vida es la justificación de tantos escarceos, trenzados y saltos. Muere héroe, pasto joven de la inteligencia humana. Pero es un animal, un simple animal que no entiende de la grandeza humana. Su sistema nervioso es de toro, de simple toro que en nada se diferencia de Job... el triste y lamentado Job.

Los pulpillos babean su sangre en las gargantas de miles de turistas ávidos de experiencia nuevas; los llevan vivos a sus bocas untada su testa de una miel oscura y melosa... sus tentaculillos que buscan escapar de esa cárcel de marfil y calcio buscan desesperadamente una salida; sienten los mordiscos mientras agonizan y entre más luchan mayor placer producen... su miedo, sus fluidos, su caca y su sangre se entremezclan en el paladar y en los intestinos de estos seres pletóricos de felicidad. Algunos se toman fotografías en el instante mismo en que los tentaculillos del octópodo se estiran titilantes hasta la frente o la nariz de ese estúpido comensal de vida y sentimientos.


Nada reviviría a Job, estaba muerto... y bien muerto. Con su cabecita aplastada y con su cráneo atravesado por un clavo. Quién sabe donde yacía pues su simple animalidad le excluye de la posibilidad de un cielo o un infierno. Dios los hizo para ser comidos, digeridos, defecados.

- Le juro amo Juan que me pareció que Job suplicaba por su vida y que una lágrima se escapaba de sus ojos... ¡!Se lo juro que me pareció así amito Juan¡¡

¡!Nunca más comió carne!¡: Job le había otorgado la vida.