
VALE LA PENA VIVIR?
(UN ASUNTO DE ETICA)
Puede un ser humano contestar con certeza este interrogante? ¿Es posible decidir por otros si vale la pena vivir? ¿Tiene alguien la certeza del verdadero valor de la vida? ¿Es valiosa la vida en sí misma? ¿Qué hace que una vida sea valiosa en el conjunto de vidas? ¿Para los millones de miserables del mundo, vale la pena vivir?.
Podríamos continuar con una interminable lista de incógnitas y estaríamos en el mismo punto de partida. Para algunos la vida es un don valioso, sin importar sus condiciones y circunstancias, para otros la vida es una carga obligada que el destino o las circunstancias han impuesto. ¿Es ético el suicidio cuando no se comparte un don..? Goethe, en su Werther, nos ofrece una visión: “¡Levantar el telón y pasar atrás! ¡Eso es todo! ¿Y por qué la vacilación y el retardo? ¿Porque no se sabe qué aspecto tendrá lo de atrás? ¿Y porque no se vuelve atrás? También, porque lo típico de nuestro espíritu es presentir confusión y tiniebla donde no sabemos nada determinado”.
Si, y en medio de toda esta confusión y tiniebla hemos levantado pretextos para justificar el más fortuito de los hechos: la vida. Hemos levantado altares para convencernos de una importancia que en realidad no existe. Nuestra vida es tan significativa como la de cualquier lagartija o serpiente que habita el planeta. Nada nos hace más especiales que las especies consideradas menores. Una hormiga es, en el contexto universal, la suma de la creación, el reflejo de los más caros instintos de la naturaleza y el cosmos. El ser humano es una especie degradada que ha convertido su existencia en una experiencia dolorosa y amarga. El hombre es el fin de la civilización, el germen de una especie que tiende hacia sí mismo y a los valores eternos del medio ambiente.
Cuando la vida carece de razón, cuando no se encuentran razones para continuar existiendo, cuando se ha perdido la fe en nuestra razón de ser, es “ético” continuar viviendo...?
El universo que debemos afrontar los colombianos es poco alentador. Vivimos el asedio de una sociedad asfixiante y desbordante donde junto a la opulencia convive la miseria y la opresión social. Para cientos de compatriotas la vida es una dura y pesada, quizá siniestra, confabulación de un orden superior. ¿Qué obliga a mantener la vida en situaciones de desventaja y dolor? Para Peter Singer, autor de los libros “Ética para vivir mejor”, “Ética práctica” y “Democracia y desobediencia”, la clave está en asumir compromisos con principios elevados y sustanciales. Comprometerse con una causa y luchar por ella. Recomienda, por ejemplo, crear clubes de defensa de animales o apoyar campañas nobles y desinteresadas.
Singer considera que los principios religiosos impiden que el hombre disfrute de su existencia por cuanto lo alejan de la vida misma. Propone acercarnos a nuevos ideales “aquí y en este momento” y no esperar recompensas celestes o divinas que nadie nos puede garantizar (salvo la fe). Estos conceptos o ideas religiosas provocan un alejamiento de la vida, una falta de compromiso con nuestros días por cuanto se crean mundos artificiales en un más allá: “Se encuentra en las ideas religiosas tradicionales que prometen una recompensa, o amenazan con un castigo, en función de la buena o la mala conducta, aunque sitúan esta recompensa o castigo en otro mundo, consiguiendo así que sea ajena a la vida en éste”. Desde esta perspectiva la vida pierde sentido, se convierte en una estancia pasajera y provisional que nos prepara para nuevas experiencias en otras dimensiones. No en vano Marx argumentaba que la Religión es el opio del pueblo. Una droga que alucina los espíritus y las conciencias alejándolas de su real significado y dimensión.
En consecuencia se hace necesario vivir el ahora. Adquirir conciencia de que existimos y adoptar unas posiciones criticas ante la vida, ¡¡nuestra única vida!!. “Una vida ética es aquella en la que nos identificamos con objetivos más amplios, dotándola así de sentido”. Las masas sociales no tienen una conciencia critica de su existencia, amontonan días en el simple transcurrir de su vida; son ajenas al principio rector del pensamiento humano. Sus intereses son netamente materiales, ajenos a toda noción de solidaridad o fraternidad. A los sumo se ejerce una religiosidad simple que se contempla en las escenas dominicales de cualquier parroquia, no tiene elementos espirituales o éticos que hagan de sí un ser interesante. De ahí el fracaso colectivo por cuanto se pretende medir el progreso mediante parámetros netamente mercantilistas y utilitarios. Las masas viven su trágica soledad en su afán diario por sobrevivir, son lejanas a cualquier intento de ética vivencial, salvo la de la rapiña y el usufructo personal: “si seguimos concibiendo nuestros intereses en términos materiales, el impacto colectivo que cada uno de nosotros provoca al preocuparse por sus intereses individuales garantizará el fracaso de todos los intentos por hacer progresar dichos intereses”.
Puede decirse que todos tenemos un precio, que nos vendemos al mejor postor. Singer es muy demostrativo en sus intenciones cuando menciona el valor de los hombres en la escenificación de la senadora Carolyn Walker: “Me gusta la buena vida, y estoy intentando situarme para poder llevar una buena vida y tener más dinero”, lo anterior lo decía “mientras extendía la mano para aceptar un soborno de 25.000 dólares”. Otro ejemplo podemos encontrarlo en la actuación de un maestro de escuela que prefirió conservar su trabajo, traicionando a sus antiguos compañeros, al anteponer sus intereses personales y familiares al interés colectivo y social. Se puede ganar al interés pirrico de desdibujar una imagen. Nos faltan principios existenciales, convicciones en que asirnos para no sucumbir ante las tentaciones del poder y de la gloria, el dinero parece ser la única fuente de felicidad, la tranquilidad de un empleo es más prometedor que la conciencia de sí mismo. Nos desdibujamos continuamente y parece que perdimos el rumbo de nuestra propia alma: “La codicia en la cumbre es una faceta de una sociedad que parece estar perdiendo toda noción de que existe un bien común”; el solo hecho de pensar en la solidaridad despierta sospechas o risas entre quienes la usufructúan o la padecen. El imán de la brújula se alineó con el polo opuesto; tener o no ser se convirtió en el lema de las nuevas generaciones de colombianos que contemplan impávidos como a medida que ascienden en la escala social aumentan sus desdichas y su inconformismo consigo mismos. Esa lucha interna que termina en panópticos, bares y hospitales. Hombres que todo lo tienen pero que nunca se conquistaron a sí mismos. Sin principios y sin convicciones el hombre es una bestia que se devora a sí mismo, que consume sus entrañas en una carnicería sangrienta y sin final.
En la Antigua Grecia Sócrates fue condenado a muerte por considerárselo un peligro para la juventud ateniense, según Peter Singer “los griegos todavía no habían tomado conciencia de las posibilidades de la libertad y la autoconciencia”. Plantea Hegel que “Sócrates fue la figura clave a la hora de que los atenienses se cuestionasen lo que hasta ese momento daban por sentado. Por ello, los conservadores tenían razón al calificarlo de elemento subversivo y peligroso”. En suma, Sócrates representa “el espíritu subversivo del pensamiento auto consciente que no puede sino destruir una sociedad basada en la costumbre...”. Cuando el ser humano se concientiza de su existencia adquiere una fisonomía claramente reconocible: se hace visible para el mundo y es capaz de afrontar situaciones de apremio y dolor. La cosificación del hombre es palpable en su percepción social: todo lo diferente le huele a peligroso. Durante décadas la humanidad se dedicó a perseguir todo aquello que escapaba a su entendimiento: homosexuales, intelectuales, astrónomos, librepensadores y “brujas”. El orden era necesario conservarlo a como de lugar. De ahí que Sócrates es más relevante que Jesucristo por cuanto autoconcientiza a su sociedad de la importancia del individuo. No es la colectividad en sí la que cuenta, es la suma de individualidades que conforman esa sociedad lo destacable de una colectividad. Cabe preguntarnos si somos una sociedad que admite las manifestaciones de individualidad, o si por el contrario una sociedad carente de tolerancia donde al primer brote de diferencia elevamos nuestro índice para censurar una conducta o pensamiento.
La concientización es un proceso de inmensas repercusiones morales; un ser consciente de sí es inconforme con su realidad y como tal pretende introducir nuevos elementos de pensamiento en su sociedad. Eleva su voz para dejar constancia de su existencia y recorre por si mismo los caminos que la sociedad tienen señalados para otros. En su proceso de descosificación encuentra que él es su propio enemigo, que debe sepultar parte importante de sí para reconocerse como individuo con principios e ideales. Ser auto consciente implica reconocer la verdad del otro pues sabe, como lo promulga Jorge Blaschke, “que los crímenes más horribles de la humanidad se han cometido cuando alguien ha creído encontrar la verdad”.
Una sociedad que no permite la expresión de los individuos está condenada al fracaso en todos los ámbitos de su existencia, en lo económico posará de liberal, pero en el fondo será la liberalización del animal que llevamos por dentro, de ahí que no es raro que “junto a reportajes sobre hambrunas en África o sobre la destrucción de los bosques tropicales, y sin manifestar el menor indicio de ser conscientes de incongruencia alguna, satinadas revistas en color incluyen anuncios en que se ofrecen coches nuevos, ropas de alta costura, mobiliario y cruceros oceánicos”. En lo cultural se vivirá los rigores de una imposición decadente que impedirá el progreso de los individuos en aras de un bienestar colectivo; la masificación hace del hombre un ser neutral, que, salvo raras excepciones, podrá manifestarse en su plenitud. La sociedad hace de freno ante todo brote de inconformismo en su santuario de discriminación e intolerancia. La política se reducirá al simple arte de mandar unos sobre otros en el sencillo ánimo de preservar el orden, se acuñan frases como “Libertad y Orden” para especificar el tipo de individuo que la sociedad necesita. Un ciudadano reprimido y resignado, que acepta sin vacilar lo establecido por el régimen, que no titubea en considerar como malo todo aquello que perturbe la tranquilidad ciudadana. Lo existencial será siempre una sensación de puntos suspensivos... una prolongada e infinita espera que nunca tendrá fin.
Herber Spencer considera que “la lucha por la supervivencia es la principal causa del progreso social”. Una lucha que se traduce en la muerte súbita de la individualidad. Shakespeare lo entendió como el eterno dilema del individuo: “Ser o no ser...”. No acabamos de salir de nuestra cuna y aún nos ruborizamos cuando a nuestra mente llega un rayo de luz y entendemos que somos simios: “El hombre no viene del simio: el hombre es un simio”. Y como lo demuestra Linneo “un simio al que todavía no se le han bajado los humos”.
Vale la pena vivir? ¿Es nuestra sociedad la expresión de la civilización? ¿Para los miserables no sería mas digno su muerte? Cuando el hombre se descubra a sí mismo, cuando baje de sus falsos altares a los decadentes dioses que rigen su destino, elevará sus plegarias a su propio corazón, confesará sus penas a su propia sombra y rogará por sí mismo al amparo de su soledad.
Por toda respuesta apelamos a la mente de Kierkegaard: “Si el hombre careciera de conciencia eterna, si en el fondo no hubiese más que una fuerza salvaje y desbordante que produce todas las cosas, grandes y pequeñas, en la tormenta de pasiones oscuras, si el vacío sin fondo que nada puede colmar subyaciera a todas las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?”
(UN ASUNTO DE ETICA)
Puede un ser humano contestar con certeza este interrogante? ¿Es posible decidir por otros si vale la pena vivir? ¿Tiene alguien la certeza del verdadero valor de la vida? ¿Es valiosa la vida en sí misma? ¿Qué hace que una vida sea valiosa en el conjunto de vidas? ¿Para los millones de miserables del mundo, vale la pena vivir?.
Podríamos continuar con una interminable lista de incógnitas y estaríamos en el mismo punto de partida. Para algunos la vida es un don valioso, sin importar sus condiciones y circunstancias, para otros la vida es una carga obligada que el destino o las circunstancias han impuesto. ¿Es ético el suicidio cuando no se comparte un don..? Goethe, en su Werther, nos ofrece una visión: “¡Levantar el telón y pasar atrás! ¡Eso es todo! ¿Y por qué la vacilación y el retardo? ¿Porque no se sabe qué aspecto tendrá lo de atrás? ¿Y porque no se vuelve atrás? También, porque lo típico de nuestro espíritu es presentir confusión y tiniebla donde no sabemos nada determinado”.
Si, y en medio de toda esta confusión y tiniebla hemos levantado pretextos para justificar el más fortuito de los hechos: la vida. Hemos levantado altares para convencernos de una importancia que en realidad no existe. Nuestra vida es tan significativa como la de cualquier lagartija o serpiente que habita el planeta. Nada nos hace más especiales que las especies consideradas menores. Una hormiga es, en el contexto universal, la suma de la creación, el reflejo de los más caros instintos de la naturaleza y el cosmos. El ser humano es una especie degradada que ha convertido su existencia en una experiencia dolorosa y amarga. El hombre es el fin de la civilización, el germen de una especie que tiende hacia sí mismo y a los valores eternos del medio ambiente.
Cuando la vida carece de razón, cuando no se encuentran razones para continuar existiendo, cuando se ha perdido la fe en nuestra razón de ser, es “ético” continuar viviendo...?
El universo que debemos afrontar los colombianos es poco alentador. Vivimos el asedio de una sociedad asfixiante y desbordante donde junto a la opulencia convive la miseria y la opresión social. Para cientos de compatriotas la vida es una dura y pesada, quizá siniestra, confabulación de un orden superior. ¿Qué obliga a mantener la vida en situaciones de desventaja y dolor? Para Peter Singer, autor de los libros “Ética para vivir mejor”, “Ética práctica” y “Democracia y desobediencia”, la clave está en asumir compromisos con principios elevados y sustanciales. Comprometerse con una causa y luchar por ella. Recomienda, por ejemplo, crear clubes de defensa de animales o apoyar campañas nobles y desinteresadas.
Singer considera que los principios religiosos impiden que el hombre disfrute de su existencia por cuanto lo alejan de la vida misma. Propone acercarnos a nuevos ideales “aquí y en este momento” y no esperar recompensas celestes o divinas que nadie nos puede garantizar (salvo la fe). Estos conceptos o ideas religiosas provocan un alejamiento de la vida, una falta de compromiso con nuestros días por cuanto se crean mundos artificiales en un más allá: “Se encuentra en las ideas religiosas tradicionales que prometen una recompensa, o amenazan con un castigo, en función de la buena o la mala conducta, aunque sitúan esta recompensa o castigo en otro mundo, consiguiendo así que sea ajena a la vida en éste”. Desde esta perspectiva la vida pierde sentido, se convierte en una estancia pasajera y provisional que nos prepara para nuevas experiencias en otras dimensiones. No en vano Marx argumentaba que la Religión es el opio del pueblo. Una droga que alucina los espíritus y las conciencias alejándolas de su real significado y dimensión.
En consecuencia se hace necesario vivir el ahora. Adquirir conciencia de que existimos y adoptar unas posiciones criticas ante la vida, ¡¡nuestra única vida!!. “Una vida ética es aquella en la que nos identificamos con objetivos más amplios, dotándola así de sentido”. Las masas sociales no tienen una conciencia critica de su existencia, amontonan días en el simple transcurrir de su vida; son ajenas al principio rector del pensamiento humano. Sus intereses son netamente materiales, ajenos a toda noción de solidaridad o fraternidad. A los sumo se ejerce una religiosidad simple que se contempla en las escenas dominicales de cualquier parroquia, no tiene elementos espirituales o éticos que hagan de sí un ser interesante. De ahí el fracaso colectivo por cuanto se pretende medir el progreso mediante parámetros netamente mercantilistas y utilitarios. Las masas viven su trágica soledad en su afán diario por sobrevivir, son lejanas a cualquier intento de ética vivencial, salvo la de la rapiña y el usufructo personal: “si seguimos concibiendo nuestros intereses en términos materiales, el impacto colectivo que cada uno de nosotros provoca al preocuparse por sus intereses individuales garantizará el fracaso de todos los intentos por hacer progresar dichos intereses”.
Puede decirse que todos tenemos un precio, que nos vendemos al mejor postor. Singer es muy demostrativo en sus intenciones cuando menciona el valor de los hombres en la escenificación de la senadora Carolyn Walker: “Me gusta la buena vida, y estoy intentando situarme para poder llevar una buena vida y tener más dinero”, lo anterior lo decía “mientras extendía la mano para aceptar un soborno de 25.000 dólares”. Otro ejemplo podemos encontrarlo en la actuación de un maestro de escuela que prefirió conservar su trabajo, traicionando a sus antiguos compañeros, al anteponer sus intereses personales y familiares al interés colectivo y social. Se puede ganar al interés pirrico de desdibujar una imagen. Nos faltan principios existenciales, convicciones en que asirnos para no sucumbir ante las tentaciones del poder y de la gloria, el dinero parece ser la única fuente de felicidad, la tranquilidad de un empleo es más prometedor que la conciencia de sí mismo. Nos desdibujamos continuamente y parece que perdimos el rumbo de nuestra propia alma: “La codicia en la cumbre es una faceta de una sociedad que parece estar perdiendo toda noción de que existe un bien común”; el solo hecho de pensar en la solidaridad despierta sospechas o risas entre quienes la usufructúan o la padecen. El imán de la brújula se alineó con el polo opuesto; tener o no ser se convirtió en el lema de las nuevas generaciones de colombianos que contemplan impávidos como a medida que ascienden en la escala social aumentan sus desdichas y su inconformismo consigo mismos. Esa lucha interna que termina en panópticos, bares y hospitales. Hombres que todo lo tienen pero que nunca se conquistaron a sí mismos. Sin principios y sin convicciones el hombre es una bestia que se devora a sí mismo, que consume sus entrañas en una carnicería sangrienta y sin final.
En la Antigua Grecia Sócrates fue condenado a muerte por considerárselo un peligro para la juventud ateniense, según Peter Singer “los griegos todavía no habían tomado conciencia de las posibilidades de la libertad y la autoconciencia”. Plantea Hegel que “Sócrates fue la figura clave a la hora de que los atenienses se cuestionasen lo que hasta ese momento daban por sentado. Por ello, los conservadores tenían razón al calificarlo de elemento subversivo y peligroso”. En suma, Sócrates representa “el espíritu subversivo del pensamiento auto consciente que no puede sino destruir una sociedad basada en la costumbre...”. Cuando el ser humano se concientiza de su existencia adquiere una fisonomía claramente reconocible: se hace visible para el mundo y es capaz de afrontar situaciones de apremio y dolor. La cosificación del hombre es palpable en su percepción social: todo lo diferente le huele a peligroso. Durante décadas la humanidad se dedicó a perseguir todo aquello que escapaba a su entendimiento: homosexuales, intelectuales, astrónomos, librepensadores y “brujas”. El orden era necesario conservarlo a como de lugar. De ahí que Sócrates es más relevante que Jesucristo por cuanto autoconcientiza a su sociedad de la importancia del individuo. No es la colectividad en sí la que cuenta, es la suma de individualidades que conforman esa sociedad lo destacable de una colectividad. Cabe preguntarnos si somos una sociedad que admite las manifestaciones de individualidad, o si por el contrario una sociedad carente de tolerancia donde al primer brote de diferencia elevamos nuestro índice para censurar una conducta o pensamiento.
La concientización es un proceso de inmensas repercusiones morales; un ser consciente de sí es inconforme con su realidad y como tal pretende introducir nuevos elementos de pensamiento en su sociedad. Eleva su voz para dejar constancia de su existencia y recorre por si mismo los caminos que la sociedad tienen señalados para otros. En su proceso de descosificación encuentra que él es su propio enemigo, que debe sepultar parte importante de sí para reconocerse como individuo con principios e ideales. Ser auto consciente implica reconocer la verdad del otro pues sabe, como lo promulga Jorge Blaschke, “que los crímenes más horribles de la humanidad se han cometido cuando alguien ha creído encontrar la verdad”.
Una sociedad que no permite la expresión de los individuos está condenada al fracaso en todos los ámbitos de su existencia, en lo económico posará de liberal, pero en el fondo será la liberalización del animal que llevamos por dentro, de ahí que no es raro que “junto a reportajes sobre hambrunas en África o sobre la destrucción de los bosques tropicales, y sin manifestar el menor indicio de ser conscientes de incongruencia alguna, satinadas revistas en color incluyen anuncios en que se ofrecen coches nuevos, ropas de alta costura, mobiliario y cruceros oceánicos”. En lo cultural se vivirá los rigores de una imposición decadente que impedirá el progreso de los individuos en aras de un bienestar colectivo; la masificación hace del hombre un ser neutral, que, salvo raras excepciones, podrá manifestarse en su plenitud. La sociedad hace de freno ante todo brote de inconformismo en su santuario de discriminación e intolerancia. La política se reducirá al simple arte de mandar unos sobre otros en el sencillo ánimo de preservar el orden, se acuñan frases como “Libertad y Orden” para especificar el tipo de individuo que la sociedad necesita. Un ciudadano reprimido y resignado, que acepta sin vacilar lo establecido por el régimen, que no titubea en considerar como malo todo aquello que perturbe la tranquilidad ciudadana. Lo existencial será siempre una sensación de puntos suspensivos... una prolongada e infinita espera que nunca tendrá fin.
Herber Spencer considera que “la lucha por la supervivencia es la principal causa del progreso social”. Una lucha que se traduce en la muerte súbita de la individualidad. Shakespeare lo entendió como el eterno dilema del individuo: “Ser o no ser...”. No acabamos de salir de nuestra cuna y aún nos ruborizamos cuando a nuestra mente llega un rayo de luz y entendemos que somos simios: “El hombre no viene del simio: el hombre es un simio”. Y como lo demuestra Linneo “un simio al que todavía no se le han bajado los humos”.
Vale la pena vivir? ¿Es nuestra sociedad la expresión de la civilización? ¿Para los miserables no sería mas digno su muerte? Cuando el hombre se descubra a sí mismo, cuando baje de sus falsos altares a los decadentes dioses que rigen su destino, elevará sus plegarias a su propio corazón, confesará sus penas a su propia sombra y rogará por sí mismo al amparo de su soledad.
Por toda respuesta apelamos a la mente de Kierkegaard: “Si el hombre careciera de conciencia eterna, si en el fondo no hubiese más que una fuerza salvaje y desbordante que produce todas las cosas, grandes y pequeñas, en la tormenta de pasiones oscuras, si el vacío sin fondo que nada puede colmar subyaciera a todas las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?”